Jueves
28.05.15 Mañana visitaré Vukovar. Tienen allí una torre de agua
donde son visibles los daños que sufrió cuando la ciudad fue bombardeada. El resto se reparó. Viendo a la mujer de mi anfitrión
no puedo estar conforme con eso. Tenia 23 años cuando termino el
conflicto, musulmana, en una tierra católica y con un enemigo
ortodoxo se llevó la peor parte.
Todos
los suyos murieron, todo lo que tenia lo perdió. Perdió el movimiento
de su brazo derecho y la capacidad de construir frases. Tan solo
repite la última palabra que su compañero o yo pronunciamos en
nuestra conversación, como indicando con ello su presencia y que su
desconexión de lo que sucede no es total. Como una niña mira mi
tienda, se ilusiona con mi cocina, toca mi catre y lo mullido de mi
saco, sin dejar su mirada de asombro por todo cuando ve. Todas mis
cosas son juguetes para ella. Su compañero la acogió tras la
guerra. Me lleva a una pradera, frente a la casa de su hermano, entre
ella y el río. Viendo pasar las barcazas le va diciendo de que país
son. Me cuenta que a ella le gusta ver los cruceros fluviales y ya
bien de mañana se baja al río para distraerse a su paso.
De
niño llegue a pensar que las guerras las ganaba uno de los dos
bandos. Luego supe que es imposible que exista un vencedor de una
contienda. El de turno reúne a huérfanos, viudas, desplazados, gente
que perdió a seres queridos y pertenencias, almas mutiladas. Les
anuncia que han ganado. Es la victoria.
Su
hermano, cuida el huerto, me da cebollas tiernas y se disculpa que
los tomates aún no están para comer mientras me recita las
plantillas de la selección española de baloncesto, las de ahora y
las de las finales europeas que disputó contra la potente Yugoslavia
de hace muchos años, Corbaran, San Epifanio, Fernando Martín. Me
dice que el Real Madrid ganó este año la copa de Europa. Si no
puede ganar su país, me dice, le gusta que gane España.
El
sol se pone sobre el río, dentro de la tienda, sobre mi catre,
recibo, agradecido, esos últimos rayos de luz y calor.
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