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martes, 5 de mayo de 2015

Jueves 30,04,15 Varna. Son casi las 9 a.m. Y paseo desde el puerto al museo naval con la intención de despedirme del mar. Si todo va según lo planeado, pasaré algunos meses sin poder verlo de nuevo. En el camino me cruzo con una niña, unos 10 años tendrá, va a la escuela y lo hace en bici. La mochila a la espalda y pedalea sin manos. Sus brazos extendidos, mueve las manos con una ondulación de ave, está volando. La sigo con la mirada hasta que gira y entra en un edificio anejo al puerto, otros niños atraviesan la puerta en ese momento. La escuela.

Tras este espectáculo, el día tiene que ser bueno de necesidad. Desayuné en el hostel, con el compañero finés, el brasileño y el ucraniano partieron ya. Somos los más madrugadores y entre ambos se ha establecido una cierta afinidad. Hemos intercambiado prendas en un practico trueque y con ayuda de google maps nos vamos contando por donde hemos pasado o tenemos previsto hacerlo, consejos y recomendaciones incluidos. Unos motivos tribales tatuados en su pelado cráneo y su envergadura contrastan con unos ojos tiernos de mirada amable y abierta.

Tras visitar el museo, al aire libre, donde coincido con varias excursiones de escolares, y el parque que discurre junto al mar, me dirijo a realizar un par de compras. Un cubierto para Marga que me hace especialmente feliz de poderle regalar, unas cordoneras para mis botas de invierno, un cuaderno, un cordón para mis gafas, el que me dio Marga peligra de romperse en el momento más inoportuno y con mis gafas no quiero jugar. Cosas menudas y de poco importe.

Ben, en el hostel, me enseña un cartel. Mañana tiene concierto en un local de la ciudad. Lamento y así se lo digo, el no poder ir a escucharle. Demorar un día más mi estancia supone un nuevo mordisco a mis finanzas y la rodilla parece que dejó de doler. Con los forzados reposos de estos días y habiendo quedado en reunirnos en Bucarest dentro de poco, no debo demorar más mi partida. De hecho, mis previsiones iniciales de pasar por Constanta e incluso acercarme a Galati se han visto frustradas por esos retrasos. Todo al traste por la maldita rodilla. Dispongo del tiempo justo para ir directo cruzando el Danubio por Ruse. Esto contando con no sufrir nuevas molestias que me obliguen a desplazamientos más conservadores o incluso con el auxilio de algún tren. Confío en que no sea así.

Como viene siendo habitual, la tarde se anima en el hostel. Hoy, un cántabro que reside aquí desde noviembre, viene a dar una charla y mostrar unos vídeos de su comunidad. Deportes tradicionales, folclore, gastronomía. El salón esta concurrido, de huéspedes y visitantes que suelen frecuentar este local como si de un bar alternativo se tratara. El hostel dispone de un rico calendario cultural y tiene sus seguidores.

Tras la charla, aparecen las guitarras, flautas y percusión y la gente improvisa una velada donde cantan, ríen y toman cerveza. A diferencia de los turistas, que viajan con tiempo reducido y agenda apretada, usan los alojamientos de un modo bien diverso. Para los viajeros, el hostel, es un sucedáneo del hogar. Reposan en el muchas más horas que un turista en un hotel, se relacionan de un modo distinto, se comparten experiencias, afectos y alimentos. No es extraño que gente que se conoce en estos lugares comparta juntos siguientes etapas de sus viajes. Son el soporte social de los que viajan solos, que no son pocos. En el proceso, ayudan frecuentemente los que trabajan aquí, presentando gente, solucionando problemas o dudas y procurando a cada instante que te sientas cómodo y lo más libre posible.

A esto le sumas su esplendida ubicación encontrándose en pleno centro, con los balcones frente al parque que nos separa de la catedral. En las aceras, un mercado de fruta y verdura al que cada día se añaden minúsculos puestecillos atendidos por ancianas donde venden lo que tienen, los huevos que hoy pusieron sus gallinas, los calcetines que tejieron con lana o con pelo de conejo, tarros de miel sin etiquetar y botellas de refresco rellenadas con leche. Hoy compré allí los huevos y ajos tiernos que empleo para mi cena. La fruta la compré en un puesto, barata y fresca.


Con el sonido de fondo de las canciones, fumo un cigarrillo sentado en el balcón. Observo la catedral iluminada y la templada noche me hace cerrar los ojos. Me quedo dormitando hasta que la gente, por parejas o grupos, sale a terminar la noche por la ciudad. Ahora, ya el local en silencio, me retiro a dormir.

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