Viernes
24.04.15 En algún lugar del parque natural de Strandzha, Bulgaria.
Sabia que me encontraría montes al llegar a la frontera, pero no
esperaba algo tan hermoso. El día soleado influye, la primavera, por
supuesto. Los robles tienen hojas nuevas y el espectáculo es como
para detenerme a cada instante a disfrutar del paisaje. Un río e
incontables arroyos discurren bajo mi, a la derecha de la carretera
que se va elevando. Llego a la última población de Turquía antes
de la frontera, a solo 10 kilómetros. Un pueblo pequeño y sin un
palmo de asfalto y me tomo un festín para desayunar, un par de cafés
con leche terribles y un par de rosquillas secas y duras, eso sí,
por unos 70 céntimos de euro. Me deshago de las monedas locales que
aún me quedan en una tienda de comestibles y ya con los deberes
terminados me dirijo a la frontera. Esta en alto, como no.
Un
puesto fronterizo de escaso transito donde el guarda turco dormita
con los pies en alto sobre la mesa. Un vistazo a mi pasaporte sin
excesiva atención y tramite terminado. En el control búlgaro aún
tardo menos. Y todo lo que subí ayer y hoy, hoy lo tengo de bajada.
De nuevo 10 kilómetros hasta la siguiente población que recorro en
un suspiro. La coloración y disposición del bosque a este lado no
es como en el turco. No logro ver en que se diferencian, pero no son
iguales.
Nada
más llegar al primer pueblo me dirijo al bar a terminar de cargar la batería del teléfono y tomo un café algo mejor que los que
desayuné. Precios igualmente fantásticos para mi magra economía.
Con leche por unos 30 céntimos.
Desde
aquí y durante todo el resto de la jornada, voy rodando entre el
bosque de este parque natural, con escasa presencia de vehículos y
solo seguido en ocasiones por un todo terreno del servicio forestal
que no me quita ojo de encima. Aquí no esta permitido acampar, según
veo en los carteles y los forestales se temen que sea esa mi
intención. Pasamos horas jugando al ratón y al gato. Yo soy el
ratón, pero hay mucho donde esconderme y finalmente el gato se cansa
de seguirme o llegó su hora de dejar el trabajo. Un claro del
bosque, sobre un cómodo suelo tapizado de hojas secas y hierva me
servirá de colchón. No tengo la carretera lejos, pero si me
encuentro al resguardo de miradas indiscretas.
Con
la tienda montada y sobre mi catre me quedo dormido a media tarde. Me
despierta una sinfonía de ruidos, ya anochecido. Pisadas. Un bramido,
o gruñido o que se yo, imposible imaginarme que tipo de animal pueda
producirlo. Más pisadas, de animal, claro. Aullidos. Todo tipo de
trinar de pájaros que no se detendrán en toda la noche. A esto le
acompaña los sonidos que hace meses me sobresaltaban y ya no lo
hacen. El viento al mecer las ramas o sobre la tienda. He cenado,
estoy cansado y no dispongo de luz. De modo que a dormir toca y
mañana será otro día. El parque es muy hermoso y solo me siento
amenazado por otras personas del lugar, los animales y los
forestales. Poca cosa. He dejado las puertas abiertas con las
mosquiteras, pero hay dos zonas, una a cada lado de los costados de
la tienda, en donde el doble techo toca el interior. No se como
evitarlo y así sucede desde hace tiempo. Mal asunto si la noche es
húmeda.
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