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domingo, 5 de abril de 2015

Martes 31.03.15 A unos 50 km del Mar de Mármara. Me tomo el día con calma, rodando tranquilo por una autovía que desde que entro en el país y hasta que llegue a Estambul es el único camino que debo seguir.

Voy embarrado. Las botas y bajos del pantalón, dan asco, de cuando he de salir del asfalto y el resto del cuerpo, hasta la cabeza, de salpicaduras de barro. Sucede que por esta autovía circulan tractores y dejan la cuneta con grandes terrones de barro que se desprenden de sus ruedas al tocar el asfalto. El resto de vehículos, al pasar, la desmenuzan, el agua de la lluvia lo convierte en fango y es sobre este por el que llevo ya unos cien kilómetros rodados. El resultado son salpicaduras que en ocasiones me alcanzan la boca y gracias a las gafas no se me meten en los ojos. De la bici y las alforjas, mejor ni hablar.

En una gasolinera, veo a un empleado tirando agua a presión a un coche, le pido si me puede apuntar a los piñones y cambio y al menos desde entonces y por un rato logro que rueden más suaves y sin tirones.

No quiero avanzar más y meterme en Estambul antes de tiempo y cuando veo, a primera hora de la tarde, una vaqueria abandonada, me acomodo en ella. Esta limpia y una de las aguas de su tejado presenta buen aspecto. Mucho antes de la hora de dormir tomo mi cena y me acomodo en el catre para leer y a ratos voy escribiendo una carta. Un perro, que seguramente usa este mismo lugar para su reposo, entra y al verme sale corriendo. No me dio tiempo a calmar sus temores y convencerlo que hay sitio para ambos.


Las llamadas a oración de dos mezquitas próximas compiten en belleza. Me relaja escucharlas y creo que me duermo con ese sonido de fondo.

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