Miércoles
11.02.15 Cassino. Anoche dormí con ciertas molestias en mi pierna
derecha. Llevo desde la noche del viernes usando otras botas. Recias,
duras y pesadas. Son botas de invierno y noto la calidez que me
proporciona su uso a diferencia de las livianas botas de verano que
he utilizado durante todo el otoño y lo que llevamos del invierno.
Estas botas prometen ser impermeables y lo parecen, lo veremos, las
otras lo prometían pero ni lo parecían ni lo son.
Con
estas botas camino de otro modo y pedaleo de otro modo, tienen la
caña más alta, lo mismo en las de verano era por ahí por donde
penetraba el agua, y obligan a una posición más rígida. A eso
achaco que tras dos largas jornadas de intensivo uso estas puedan ser
las causas de las molestias que siento. Por otro lado, cada día las
noto mas “domadas” y agradezco su calor. La próxima lluvia comprobaré si son impermeables aparte de que ayudaran en el proceso
de adaptación a mi pie y con ello y a falta de unos buenos
pantalones en la línea de mi chaqueta podré tener unas prendas
finalmente aptas para los días de lluvia. El siguiente paso será
procurarme una mejor ropa interior, que logre mantener mi cuerpo lo
más seco posible.
Con
todo, ruedo hasta Cassino y voy sumando, aunque pocos, algún
kilómetro más. Aquí si dispongo de hospitalidad pobre. O eso suponía, pues cuando localizo el lugar me lo encuentro en plena
reforma y me indican que lo tienen temporalmente cerrado. La mujer
que me atiende me dice que espere y tras una llamada de teléfono me
ofrece ir a un edificio cercano donde unas religiosas dirigen un
centro que da acogida a gente sin techo.
Una
vez allí me cruzo con una monja que sale apresuradamente y me deja
en manos del portero. Todas las plazas están ocupadas pero me ha
puesto una cama al final de un pasillo, el sitio es cálido, con
techo y tienen ducha. Tras esta, comienzo a tratar con los indigentes
que habitan este lugar, son unos 20 y, de uno en uno o en grupos,
todos pasaran a preguntarme algo.
Dedico
la tarde a leer tumbado en mi cama y cuando veo la chaqueta de uno de
ellos, con agujeros de quemaduras de cigarrillo por donde se le
escapan las plumas, me ofrezco a hacerle un zurcido y cerrarle esos
orificios. Armado de aguja e hilo pasaré finalmente la tarde pegando
botones y haciendo reparaciones en las prendas de media residencia.
Me quieren pagar con tabaco.
La
cena es heterodoxa en contenido pero copiosa y muy por encima de lo
que acostumbro a tomar cada día. La tomo agradecido. Mientras tras la
cena ven la TV, uso el tiempo de paz e intimidad para, recostado en la
cama y sin tareas de costura, poder leer o escribir un rato.
Entre
los indigentes, como me viene sucediendo cuando he conocido a otros
grupos similares anteriormente, el abanico humano es de lo más
ecléctico y no tarda en acercarse e invitarme a su mesa un africano
con su cabello ya canoso y que sobresale del resto. Transpira
cultura y sabiduría, se le ve inteligente de lejos, su mirada lo
dice. Le veo trocear los alimentos para otro comensal con problemas
de visión con la naturalidad que le da la costumbre. Se dirige al
resto con una autoridad que los demás aceptan con respeto. Dentro de
que visten prendas donadas, a la institución y otros lugares, el ha
sabido hacerse con unas que le aportan elegancia, limpio el y limpias
sus prendas. Muy digno su porte en todo momento, sabe sonreír.
Las
hermosas calles o plazas medievales de otros lugares aquí se han
cambiado por un cementerio polaco. Las logias renacentistas por otro
cementerio, este alemán. Los bellos puentes que podrían cruzar su río o canales, por otro cementerio aliado. Y todo así. Tan solo alguna ruina romana sobrevivió a la jornada del 14 de febrero de 1.944
cuando, como reza el título de una colección de fotos que observo,
se produjo “la muerte de una ciudad”. Hay, eso si, además de los
cementerios, el cadáver de un sherman y un museo militar sobre la batalla y bombardeos.
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